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Jess Palmer

How Much Have You Changed ?

A Pullman Draft is an idea. A provocation. A spark for conversation and an invitation to think differently. Welcome to Pullman Drafts, a series of personal reflections with the House of Beautiful Business, featuring bold voices from business, culture, media, and technology.

Es maravilloso contemplar la propia vida como una historia continua, en la que somos siempre el protagonista estable. Pero, ¿hasta qué punto es real la noción de un yo constante? ¿Podemos realmente transformar nuestra personalidad? ¿Y qué ocurre cuando es una fuerza externa la que amenaza con cambiar quiénes somos?

Durante el invierno de mis 21 años, comencé a sentirme mal. Levantarme de la cama por la mañana se convirtió en una odisea; mi mente estaba confusa y el cuerpo no me acompañaba, estaba pesado. Semanas antes, yo era una estudiante de diseño gráfico feliz y trabajadora, con un círculo de amistades amplio. De pronto, ya no lograba concentrarme en mis estudios ni disfrutar de las actividades que antes siempre me hacían feliz. Sin energía y sumida en la depresión, me fui distanciando de mi familia. Después de que unas pocas sesiones con un terapeuta no resolvieran nada, me enviaron a hacerme una resonancia magnética. La noticia que recibí me dejó en shock. Se había desarrollado un adenoma en mi glándula pituitaria. En palabras simples, tenía un tumor cerebral.

 

Al mirar al pasado desde mi situación actual, desearía haber podido hablar con la neurocientífica Hannah Critchlow mientras atravesaba esto. Mis médicos me explicaron todo en términos médicos, pero creo que comprender la plasticidad del cerebro, la manera en que las experiencias difíciles nos moldean, me habría sido de gran consuelo en ese momento. Cuando ocurren cosas terribles, una de las nociones más difíciles de enfrentar es el sentido de nuestro sufrimiento. A menudo recurrimos a la espiritualidad o a la religión para encontrar sentido en los momentos oscuros. Nunca habría pensado que la investigación pionera en genética podría darme una sensación adicional de calma en medio de la tormenta.

Heredamos recuerdos de la misma manera que heredamos los ojos marrones

Hannah y yo estamos conversando en una soleada mañana de finales de verano. Sus mejillas aún lucen sonrojadas tras su carrera diaria de 30 minutos, una rutina que sigue fielmente “llueva o truene” por sus beneficios cognitivos. Neurocientífica de la Universidad de Cambridge, Hannah ha escrito extensamente sobre el tema que la apasiona: El debate entre lo innato y lo adquirido. Ha estado a la vanguardia de investigaciones que muestran el gran papel que juegan los genes en determinar quiénes somos y en la manera en que construimos nuestra vida. Cada vez surge más evidencia que demuestra que rasgos complejos, como nuestras ideas políticas o nuestros gustos musicales, están profundamente arraigados en nuestros genes. Luego surge un área de estudio que aporta una perspectiva completamente nueva: Heredamos más que solo características de mamá y papá. Es posible que incluso heredemos sus recuerdos.

 

“Es realmente asombroso”, comenta Hannah, con sus ojos brillando de entusiasmo. “La epigenética es un mecanismo asombroso que permite que nuestras experiencias modifiquen la estructura de nuestro ADN. Significa que podríamos transmitir tanto traumas como recuerdos positivos a nuestra descendencia, lo que a su vez les ayuda a evitar ciertas amenazas y a prosperar”.

 

Me cuenta acerca del estudio más importante que sustenta esta teoría. Un grupo de ratones fue expuesto a una leve descarga eléctrica cada vez que se les ofrecían cerezas dulces, su golosina favorita. Con el tiempo, los ratones desarrollaron una reacción adversa a la fruta; al igual que el perro de Pavlov, habían aprendido a asociar el olor con el castigo. Al repetir el experimento con la descendencia de los ratones, los nietos respondieron igual, paralizándose al sentir el aroma de las cerezas. El comportamiento aprendido no podía ser la explicación, ya que las crías nunca habían tenido contacto con la abuela o el abuelo ratón.

 

“En los seres humanos parecen operar mecanismos semejantes”, comenta Hannah, y se percibe en su voz tanto curiosidad como ternura. “Aparecen cada vez más estudios que muestran cómo el trauma puede transmitirse biológicamente de una generación a otra. Cómo podemos almacenar esos recuerdos y reaccionar de manera que nos ayude a sobrevivir en el futuro”, comenta.

 

“Entonces, ¿podemos decir que superar un episodio muy estresante en su vida, como una enfermedad grave, puede generar un efecto biológico positivo en sus descendientes durante generaciones, al transmitirles la experiencia que usted logró superar?” le pregunto.

 

Cuando Hannah asiente y dice que es una posibilidad, no tiene idea de cuánto significa esto para mí, de lo personal que es esta pregunta.

¿Dura como un diamante o maleable como la arcilla?

Estoy ansiosa por conocer la opinión de Hannah sobre los orígenes de nuestra personalidad. ¿Qué puede explicar quiénes somos, qué amamos y qué terminamos haciendo con nuestras vidas? “Nada está escrito en piedra”, me dice Hannah. “Los genes son importantes, pero existe un proceso biológico increíble en nuestro cerebro llamado plasticidad sináptica. Nos permite transformar la información nueva en conexiones entre las células nerviosas, lo que puede generar rutas completamente nuevas en nuestro cerebro”. En otras palabras, la información y las experiencias moldean literalmente la forma en que percibimos el mundo y cómo vamos a interactuar en él.

 

Las personas con las que nos rodeamos también influyen en nuestro comportamiento. Hannah me explica el fenómeno del contagio moral y emocional. “Estamos programados para imitar y adaptarnos; eso también forma parte de nuestro éxito como especie”. Los estudios muestran que, si hay un tramposo en una sala, los demás también comenzarán a hacer trampa. Del mismo modo, un líder íntegro y compasivo inspirará a los demás a actuar de igual manera. “La verdadera conclusión es que nuestros cerebros están en constante transformación. Todo lo que hacemos y experimentamos puede formar conexiones funcionales dentro del circuito ya existente de nuestro cerebro. Eso quiere decir que empezamos a razonar y percibir de formas completamente nuevas”, comenta Hannah. “Correr por la mañana, ese ejercicio físico, parece favorecer la plasticidad cerebral, la generación de nuevas neuronas y una mayor resiliencia mental. Correr, cumplir con las resoluciones de Año Nuevo, relacionarse con muchas personas diferentes, explorar lugares nuevos, todo esto tiene un impacto duradero en el funcionamiento de su cerebro y, por extensión, en la persona que usted es”.

 

 

No necesita convencerme. Después de mi diagnóstico, cuando había vuelto a mis clases y empezaba a sentirme un poco mejor, una profesora me llamó a su oficina para hablar sobre mi trabajo. Me dijo que mi trabajo había ganado una madurez diez veces mayor desde que me enfermé. “Nunca había visto diseños como estos de tu parte. Son tan llamativos y poderosos. Es como si algo profundo dentro de ti hubiera cambiado”, me dijo.

 

 

 

Sus palabras me conmovieron profundamente porque sabía que eran verdad. Mi enfermedad me había cambiado. Me llevó a explorar mi interior y a entender quién era, sin la seguridad del futuro que siempre había creído que tenía. Tanto la antigua filosofía estoica como el discurso terapéutico moderno enfatizan que debemos aceptar lo que está fuera de nuestro control y concentrarnos en cómo reaccionamos a ello. En un mundo cargado de dolor y adversidad, cuesta creer en el viejo adagio de que “lo que no nos mata nos fortalece”. Pero en los días más oscuros de mi enfermedad, descubrí una esperanza y una resiliencia que jamás imaginé poseer. Me sorprendí a mí misma. Y esa sensación de asombro me ha acompañado desde entonces. Me ha mostrado que no puedo predecir de qué soy capaz, que mi personalidad está en constante construcción, y que cada desafío es una oportunidad para superar mis propias expectativas. Es difícil poner en palabras lo inspirador que resulta pensar que mi fortaleza y mi resistencia están en constante crecimiento, y que con el tiempo me estoy convirtiendo en una mejor versión de mí misma. Me infunde una seguridad tan básica, casi instintiva, que parece como si dentro de mí existiera una fuerza capaz de superar cualquier adversidad.

La felicidad de crecer

Al parecer, lo que siento no es tan distinto de lo que sienten los demás. Quienes confían en su capacidad de crecer y cambiar de verdad suelen experimentar mayor felicidad. Los psicólogos llaman a esto una “mentalidad de crecimiento”, la creencia de que los talentos y recursos con los que nacemos son solo un punto de partida, y que el esfuerzo y la perseverancia pueden hacernos mejores, más inteligentes y más hábiles. Antes se pensaba que la neuroplasticidad terminaba después de la infancia; ahora la investigación ha demostrado que el cerebro es un órgano dinámico, capaz de modificar su estructura a lo largo de toda la vida. Desde una perspectiva puramente científica, esto significa que la persona que era hace diez años tenía un cerebro con conexiones distintas al que tiene ahora.

 

 

 

Tengo amigos que no se sorprenderían con esta idea. Miran su pasado con curiosidad y desapego. En su adolescencia, mi amiga Sofía leyó todas las novelas de la saga Crepúsculo, cubrió la pared de su habitación con pósteres de Beyoncé y se pintaba los párpados con sombra negra ahumada. Hoy, al ver fotos de cuando tenía 16 años, se cuestiona qué pasaba por su cabeza en aquel entonces. ¡Ese maquillaje! ¡Esos ridículos libros de vampiros!

 

 

 

En mi caso, no siento esa confusión. Tengo recuerdos claros y vívidos de mi infancia que puedo ver en mi mente como si fueran cortometrajes. La niña que miraba la salvaje hierba roja del veld sudafricano y sentía cómo la inmensidad del mundo crecía dentro de ella, sigue siendo muy real para mí. Siento sus anhelos y miedos; cuando cierro los ojos y me concentro, sus sueños me envuelven como una niebla que ya he sentido antes. Por supuesto, me siento orgullosa de todas las formas en que he cambiado y crecido, todo lo que he aprendido, logrado y superado, pero sigo convencida de que soy la misma persona que ha atravesado todo esto. Jamás querría desprenderme de esa roca sólida en el centro de mi corazón, de la sensación de que existe una esencia de mi ser que siempre ha estado presente.

 

 

 

Me reconforta cuando Hannah me asegura que no tengo que desprenderme de la belleza de la gran historia de mi vida. Ella dice que no está mal experimentar un profundo sentido de continuidad en la vida, siempre que seamos conscientes de lo intensamente que convive con la capacidad de transformarse. Estar enferma me obligó a detenerme y cuidarme de una manera que nunca antes había hecho. Experimenté la lentitud del tiempo de una manera nueva, el terror de la incertidumbre. Algunos cambios son más difíciles que otros, pero siempre existe una luz al final, aunque haya que esforzarse para poder verla. Al levantar la vista hacia el cielo, siento todas las posibilidades que tengo ante mí: hasta qué punto puedo decidir cómo reaccionar a lo que pase, cuánto de ese “yo” es mi propia creación.

 

 

 

Últimamente, he estado intentando considerar los conocimientos de Hannah en un contexto más cotidiano y diario. La neuroplasticidad puede generar un gran crecimiento a lo largo de toda la vida, pero también puede ayudarnos a hacer pequeños cambios en nuestros hábitos y rutinas diarias. Puede hacer que nuestra carrera sea más gratificante y nuestra vida más vibrante y plena. Estas son algunas maneras en las que he estado trabajando para fortalecer mi mentalidad de crecimiento.

Acerca de la autora

Hannah Critchlow es una neurocientífica de reconocimiento internacional con formación en neuropsiquiatría. Es miembro del Magdalene College de la Universidad de Cambridge, donde también realizó su investigación de doctorado. Es autora de tres aclamados libros sobre neurociencia: Joined-Up Thinking (2022); The Science of Fate (2019); y Consciousness: A Ladybird Expert Book (2018). A menudo, aparece en televisión y radio, más recientemente como presentadora de ciencia en la serie de la BBC, Family Brain Games, con Dara ÓBriain. En 2019, Hannah fue nombrada una de las “Estrellas Emergentes en Ciencias de la Vida” de la Universidad de Cambridge y, en 2014, fue reconocida como una de las “100 mejores científicas del Reino Unido” por el Science Council.

 

Jesse May Palmer es la directora creativa de House of Beautiful Business. Diseñadora multidisciplinaria especializada en diseño de experiencias y creación de mundos, ha pasado la última década perfeccionando su oficio y definiendo el lenguaje visual de marcas líderes. Originaria de Sudáfrica y actualmente radicada en Berlín, Jesse ha vivido y trabajado en distintos lugares del mundo, con estadías prolongadas en Portugal, los Emiratos Árabes Unidos y Estados Unidos. Su trayectoria le ha permitido explorar a fondo el poder de la belleza dentro del mundo empresarial.

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